Álvaro
Vargas Llosa se ubicó cómodo en la tarima que hizo de escenario en el Salón de
la Bolsa de Comercio, al lado de su padre, el escritor peruano y Premio Nobel
de Literatura, Mario Vargas Llosa, el destinatario central del encuentro. Desde
allí, ante ministros y funcionarios provinciales y municipales, empresarios y
hombres de negocios, periodistas y allegados que almorzaban, homenajeó en el
día de su muerte a la ex primera ministra británica, Margaret Thatcher, a quien consideró un ícono de la libertad. “Tengo
el deber moral de decirlo”, dijo el político y periodista. “Que nadie se sienta
ofendido”, agregó. No pareció provocar molestia alguna.
Con traje de liberal, Álvaro Vargas Llosa se dio el gusto de resaltar la figura de una criminal de guerra de Malvinas ante los ministros provinciales Oscar González y Jorge Lawson, el viceintendente Marcelo Cossar, el anfitrión presidente de la Bolsa, Horacio Parga, entre tantos hombres y mujeres con responsabilidades públicas. Todos callaron.
Esta cronista insinuó un abucheo de repudio que decayó apenas nació, víctima de la indiferencia colectiva. ¿A nadie le dolió que un político peruano radicado en Wa-
shington homenajeara en Córdoba a la mujer que dio la orden de hundir el Crucero General Belgrano, el 2 de abril de 1982, pese a que está documentado que el barco estaba afuera de la zona de exclusión de la guerra? ¿Alguien se indignó por los 323 soldados y tripulantes que murieron ahogados en el Atlántico Sur porque el submarino nuclear Conqueror, enviado por Thatcher, torpedeó esa vieja nave que no estaba en combate?
El periodista Miguel Clariá, quien entrevistó “en vivo” a los Vargas Llosa, dijo algo sobre el costado polémico de los invitados, pero el almuerzo siguió adelante: los mozos ya levantaban el plato de la entrada de fiambres y servían la comida caliente.
Enseguida, la redundante crítica al chavismo y el kirchnerismo, y la pregunta circular por la razón de sus éxitos electorales que el autor de Pantaleón y las Visitadoras desplegó ante sus oyentes, dejaron atrás a Thatcher y sus órdenes de muerte.
En primera persona
Esta crónica pasa ahora a primera persona, porque me voy a acercar como ciudadana. Mario y Álvaro Vargas Llosa finalizaron la entrevista-charla entre elogios al liberalismo y el libre mercado, críticas a la “latinoamericanización” de los Estados Unidos de Barack Obama (léase intervención del Estado) y dedos acusadores contra el peronismo como la causa de todos los males de la Argentina. Nada fuera de libreto, porque el Premio Nobel es tan reiterativo en política como original y maravilloso en literatura.
Cuando finalizó, el almuerzo me acerqué al hijo de Vargas Llosa, quien había vuelto a su mesa. Me presenté, me senté. O al revés. Estaba enojada; no quería una nota con él, quería decirle lo que pensaba por sus elogios a la Thatcher, por una impertinencia que rondó la apología del delito.
Entonces le dije que le había faltado el respeto a la Argentina al homenajear a la criminal de guerra que había ordenado el hundimiento del Belgrano, que estaba segura de que no se hubiera atrevido a hacer algo similar en los Estados Unidos, por ejemplo con Bin Laden , y que me dolía que los representantes del establishment cordobés hubieran callado ante él.
Político como es (un rato antes su padre había dicho que Álvaro es el político de la familia, y que él había dejado la política porque no le gusta mentir, y los políticos mienten), respondió pausado, respetuoso, componedor.
Afirmó que para él reconocer a Thatcher era un deber moral, porque había sido una promotora de la libertad; dio explicaciones sobre cómo jugó la “Dama de Hierro” para contrarrestar como líder del Partido Conservador las decisiones económicas del sector Laborista en Gran Bretaña (lo que luego me hizo recordar la película Full Monty y los estragos del thatcherismo).
Aclaró que respetaba mis sentimientos sobre Malvinas, pero que el Gobierno argentino de entonces sabía a qué peligros exponía a sus soldados al declarar la guerra en el Atlántico Sur. ¿Justifica un crimen imprescriptible como fue el hundimiento del Belgrano? ¿Qué libertad defendió Thatcher, la misma libertad que defiende Videla, el dictador argentino, la libertad económica de las empresas?, le pregunté al periodista-político.
Con traje de liberal, Álvaro Vargas Llosa se dio el gusto de resaltar la figura de una criminal de guerra de Malvinas ante los ministros provinciales Oscar González y Jorge Lawson, el viceintendente Marcelo Cossar, el anfitrión presidente de la Bolsa, Horacio Parga, entre tantos hombres y mujeres con responsabilidades públicas. Todos callaron.
Esta cronista insinuó un abucheo de repudio que decayó apenas nació, víctima de la indiferencia colectiva. ¿A nadie le dolió que un político peruano radicado en Wa-
shington homenajeara en Córdoba a la mujer que dio la orden de hundir el Crucero General Belgrano, el 2 de abril de 1982, pese a que está documentado que el barco estaba afuera de la zona de exclusión de la guerra? ¿Alguien se indignó por los 323 soldados y tripulantes que murieron ahogados en el Atlántico Sur porque el submarino nuclear Conqueror, enviado por Thatcher, torpedeó esa vieja nave que no estaba en combate?
El periodista Miguel Clariá, quien entrevistó “en vivo” a los Vargas Llosa, dijo algo sobre el costado polémico de los invitados, pero el almuerzo siguió adelante: los mozos ya levantaban el plato de la entrada de fiambres y servían la comida caliente.
Enseguida, la redundante crítica al chavismo y el kirchnerismo, y la pregunta circular por la razón de sus éxitos electorales que el autor de Pantaleón y las Visitadoras desplegó ante sus oyentes, dejaron atrás a Thatcher y sus órdenes de muerte.
En primera persona
Esta crónica pasa ahora a primera persona, porque me voy a acercar como ciudadana. Mario y Álvaro Vargas Llosa finalizaron la entrevista-charla entre elogios al liberalismo y el libre mercado, críticas a la “latinoamericanización” de los Estados Unidos de Barack Obama (léase intervención del Estado) y dedos acusadores contra el peronismo como la causa de todos los males de la Argentina. Nada fuera de libreto, porque el Premio Nobel es tan reiterativo en política como original y maravilloso en literatura.
Cuando finalizó, el almuerzo me acerqué al hijo de Vargas Llosa, quien había vuelto a su mesa. Me presenté, me senté. O al revés. Estaba enojada; no quería una nota con él, quería decirle lo que pensaba por sus elogios a la Thatcher, por una impertinencia que rondó la apología del delito.
Entonces le dije que le había faltado el respeto a la Argentina al homenajear a la criminal de guerra que había ordenado el hundimiento del Belgrano, que estaba segura de que no se hubiera atrevido a hacer algo similar en los Estados Unidos, por ejemplo con Bin Laden , y que me dolía que los representantes del establishment cordobés hubieran callado ante él.
Político como es (un rato antes su padre había dicho que Álvaro es el político de la familia, y que él había dejado la política porque no le gusta mentir, y los políticos mienten), respondió pausado, respetuoso, componedor.
Afirmó que para él reconocer a Thatcher era un deber moral, porque había sido una promotora de la libertad; dio explicaciones sobre cómo jugó la “Dama de Hierro” para contrarrestar como líder del Partido Conservador las decisiones económicas del sector Laborista en Gran Bretaña (lo que luego me hizo recordar la película Full Monty y los estragos del thatcherismo).
Aclaró que respetaba mis sentimientos sobre Malvinas, pero que el Gobierno argentino de entonces sabía a qué peligros exponía a sus soldados al declarar la guerra en el Atlántico Sur. ¿Justifica un crimen imprescriptible como fue el hundimiento del Belgrano? ¿Qué libertad defendió Thatcher, la misma libertad que defiende Videla, el dictador argentino, la libertad económica de las empresas?, le pregunté al periodista-político.
Me fui indignada. Qué extraño este liberal, pensé, que no ve contradicción
entre libertad y el colonialismo del siglo XX que encarnó Thatcher,
y que es capaz de ignorar un crimen de guerra que hubiera llevado a la Thatcher a la Corte de La Haya si no hubiera sido
británica. Qué extraños estos compatriotas, pensé también, que acompañaron con
el silencio semejante genuflexión. El encuentro, claro, había sido intitulado
«La libertad».
Betina Marengo | bmarengo@lmcordoba.com.ar