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sábado, 30 de junio de 2012

CONTRATO SOCIAL



Por Alfredo Zaiat
En la discusión sobre el Impuesto a las Ganancias a los trabajadores en relación de dependencia intervinieron políticos, sindicalistas, trabajadores, comunicadores sociales y economistas del establishment. No fueron convocados a dar su opinión los que más saben del tema: los tributaristas y los contadores. Estos últimos se ocupan del aspecto técnico de la liquidación del impuesto, que la mayoría de los economistas ignoran porque nunca estudiaron esa materia. La omisión de la voz de los expertos ha provocado que el debate sea dominado por una sucesión de disparates conceptuales y técnicos.
Los contadores explican que un aspecto básico es saber que el Impuesto a las Ganancias es anual. Esto significa que el cálculo se hace una vez al año, pero se pagan anticipos a cuenta todos los meses. Esto sucede también en la Cuarta Categoría, donde existen las tablas de deducciones cuyos montos se van acumulando mes a mes, indicando al empleador las retenciones que debe hacer de acuerdo con la sumatoria de todos los salarios percibidos hasta la fecha. Por ese motivo, ejemplos de aislados pagos mensuales del tributo colaboran a la confusión, como el de Chazarreta. Precisar el promedio mensual sería lo correcto.
Los tributaristas, en tanto, lo primero que dicen es que una sociedad funciona con un contrato social básico de pago de impuestos para financiar el funcionamiento del Estado. Y que esos pagos tienen que recaer en mayor medida en los sectores que tienen más capacidad contributiva, o sea más ingresos. En ese consenso mínimo, afirman que el Impuesto a las Ganancias es fundamental porque es progresivo y promueve la equidad económica y social.
Aunque esas ideas parezcan elementales, de aceptación general, cuando se intentan tímidas modificaciones para fortalecer y profundizar ese contrato social el resultado son conflictos de proporciones. En 2008 hubo una rebelión del sector del campo para resistir la aplicación de un esquema de retenciones móviles a las exportaciones. El éxito de ese movimiento de preservación de privilegios, logrando que pequeños y medianos productores salieran a defender intereses de grandes propietarios, ha definido límites muy estrechos para diseñar una reforma fiscal que involucre al campo. Esos contornos quedaron en evidencia en la moderada reforma del Impuesto Inmobiliario Rural que impulsó la gobernación de la provincia de Buenos Aires, no sin antes tener que enfrentar un lockout, agresiones de dirigentes rurales y un importante desgaste político.
En estas semanas, la dirigencia sindical, tanto de la CGT como de la CTA, con diferentes modalidades y tonos en la demanda, expresaron la oposición a la aplicación de un impuesto a los ingresos a los trabajadores que ocupan el mejor lugar en la pirámide salarial. En esta agitación que reclama la actualización del mínimo no imponible, la situación de los trabajadores de ingresos medios, de 6000 a 12.000 pesos, fue colocada en el frente de la disputa. Al concentrar el reclamo en ese punto quedó de ese modo desplazado del debate inequidades propias del impuesto que benefician a los trabajadores-ejecutivos de altos ingresos, por ejemplo que la alícuota máxima sea del 35 por ciento cuando en otros países es del 42 al 47 por ciento.
Otra resistencia a reformas del sistema impositivo es la que en forma permanente ejerce el sector financiero y las grandes empresas contra cualquier forma de progresividad tributaria. Por caso, ante el esbozo de aplicar Ganancias a la renta financiera asustan sobre una eventual fuga de depósitos y el posterior desequilibrio que provocaría en el sistema bancario.
Todos los sectores tienen la misma estrategia para manifestar la oposición a cambios impositivos que los involucra: deslegitimar al Estado. Invierten el orden de la secuencia de la acción. Pagar impuestos no les correspondería en la medida en que se les exige porque no reciben a cambio buenos servicios del Estado. Consideran que el gasto público es ineficiente o evalúan que otros gozan de privilegios impositivos que ellos no tienen. Sin embargo, para tener derechos, primero hay que cumplir con obligaciones, en este caso impositivas en función a la capacidad contributiva. Así se desarrollaron los contratos sociales de las sociedades modernas. El Estado, a su vez, obtiene la relegitimación para el cobro de impuestos mediante la utilización eficiente de la recaudación tributaria, con criterio de beneficio social redistribuyendo ingresos. En caso de no ser así, los sectores sociales están en condiciones de exigir con legitimidad si pagan impuestos. Cuando no se cumple ese contrato se produce una “anomalía fiscal”, característica de la economía argentina, como describe el tributarista Jorge Gaggero.
Esa situación no es fácil de modificar con una clase media que paga pocos impuestos y una alta que lo hace en menor proporción que lo que debiera, además de ser especialistas en la elusión tributaria, y reciben pocos servicios públicos, lo que significa que queda bajo cuestionamiento el contrato social. El intento de reconstruirlo genera tensiones en la sociedad, más aún cuando arrastra décadas de desigualdad y desestructuración del Estado.
El impuesto a los ingresos de las personas recauda muy poco en relación al total. Economista del Plan Fénix y destacado tributarista, Salvador Treber explica que “tenemos puesto el poncho al revés”. Indica que, en casi todos los países de medios y altos ingresos, del 65 al 80 por ciento de la recaudación de Ganancias proviene de las personas físicas y el resto de las sociedades. Ilustra que en Estados Unidos las personas físicas aportan el 81,6 por ciento y las empresas el 18,4 por ciento restante de la recaudación por Ganancias. La relevancia de ese comportamiento es que los ingresos de los primeros pueden ser redistributivos, mientras que los de los segundos son perfectamente precalculables, entonces el empresario los incorpora a sus costos. “Así el efecto es semejante al de un impuesto al consumidor”, afirma Treber. Precisa que en Argentina, el 79,3 por ciento de Ganancias se recauda en cabeza de las sociedades, y un 20,7 por ciento en las personas.
En esa misma línea, Jorge Gaggero escribió en el documento “La progresividad tributaria”, publicado por el Cefid-Ar, que existe un débil Impuesto a las Ganancias aplicado “en gran medida a las empresas, con un impacto muy limitado sobre las personas, sin incidencia significativa sobre los más ricos”. Gaggero señala que esto ocurre por dos razones: por una parte, la alícuota marginal máxima del impuesto es baja (35 por ciento, igual a la alícuota general que tributan las empresas) y, por la otra, las bases de tributación son muy estrechas para las personas, al gravarse casi exclusivamente el trabajo personal, con débil progresividad.
Esta situación del Impuesto a las Ganancias convive con varias inequidades tributarias. Un IVA de altísima alícuota sin excepciones o sin una tasa reducida para los pobres, en alimentos básicos y vestimenta, como es usual en los países avanzados. No están gravadas las ganancias de capital que obtienen las personas físicas, un privilegio fiscal que constituye uno de los aspectos más regresivos del sistema impositivo. Tampoco está alcanzada la renta financiera, entre otras inequidades.
¿Por qué no se avanza entonces en una reforma tributaria de carácter progresivo?
Ni este gobierno ni los anteriores plantearon ese objetivo como prioritario. Treber esboza cuatro hipótesis para explicar ese desinterés. La primera es que cuando la recaudación sube no se considera necesario “aunque sería posible realizar cambios sin disminuir los ingresos”, afirma. Una segunda, “que no sepan cómo hacerla o que no cuenten con los especialistas ni los métodos para llevarla adelante”, especula. Agrega que la planificación de una reforma debe ser independiente de la AFIP, y debe estar a cargo de expertos y no de recaudadores, porque éstos tienden a proponer modificaciones sólo para facilitar la recaudación, que no es lo más importante desde la perspectiva de la política tributaria. La tercera es que “están de acuerdo con la estructura actual”. Treber ofrece una cuarta posibilidad: las limitaciones que tienen los gobiernos para afectar a sectores de poder. O sea, las restricciones que se terminan imponiendo a la voluntad política de gobiernos, ya sea con la resistencia a las retenciones móviles, a gravar la renta financiera o al impuesto a los ingresos de trabajadores de salarios medios y altos. De ese modo se va limitando la capacidad de alterar la anomalía del contrato social.

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