Por Alfredo Zaiat
En la
discusión sobre el Impuesto a las Ganancias a los trabajadores en
relación de dependencia intervinieron políticos, sindicalistas,
trabajadores, comunicadores sociales y economistas del establishment. No
fueron convocados a dar su opinión los que más saben del tema: los
tributaristas y los contadores. Estos últimos se ocupan del aspecto
técnico de la liquidación del impuesto, que la mayoría de los
economistas ignoran porque nunca estudiaron esa materia. La omisión de
la voz de los expertos ha provocado que el debate sea dominado por una
sucesión de disparates conceptuales y técnicos.
Los contadores explican que un aspecto básico es saber que el
Impuesto a las Ganancias es anual. Esto significa que el cálculo se hace
una vez al año, pero se pagan anticipos a cuenta todos los meses. Esto
sucede también en la Cuarta Categoría, donde existen las tablas de
deducciones cuyos montos se van acumulando mes a mes, indicando al
empleador las retenciones que debe hacer de acuerdo con la sumatoria de
todos los salarios percibidos hasta la fecha. Por ese motivo, ejemplos
de aislados pagos mensuales del tributo colaboran a la confusión, como
el de Chazarreta. Precisar el promedio mensual sería lo correcto.
Los tributaristas, en tanto, lo primero que dicen es que una
sociedad funciona con un contrato social básico de pago de impuestos
para financiar el funcionamiento del Estado. Y que esos pagos tienen que
recaer en mayor medida en los sectores que tienen más capacidad
contributiva, o sea más ingresos. En ese consenso mínimo, afirman que el
Impuesto a las Ganancias es fundamental porque es progresivo y promueve
la equidad económica y social.
Aunque esas ideas parezcan elementales, de aceptación general,
cuando se intentan tímidas modificaciones para fortalecer y profundizar
ese contrato social el resultado son conflictos de proporciones. En 2008
hubo una rebelión del sector del campo para resistir la aplicación de
un esquema de retenciones móviles a las exportaciones. El éxito de ese
movimiento de preservación de privilegios, logrando que pequeños y
medianos productores salieran a defender intereses de grandes
propietarios, ha definido límites muy estrechos para diseñar una reforma
fiscal que involucre al campo. Esos contornos quedaron en evidencia en
la moderada reforma del Impuesto Inmobiliario Rural que impulsó la
gobernación de la provincia de Buenos Aires, no sin antes tener que
enfrentar un lockout, agresiones de dirigentes rurales y un importante
desgaste político.
En estas semanas, la dirigencia sindical, tanto de la CGT como de la
CTA, con diferentes modalidades y tonos en la demanda, expresaron la
oposición a la aplicación de un impuesto a los ingresos a los
trabajadores que ocupan el mejor lugar en la pirámide salarial. En esta
agitación que reclama la actualización del mínimo no imponible, la
situación de los trabajadores de ingresos medios, de 6000 a 12.000
pesos, fue colocada en el frente de la disputa. Al concentrar el reclamo
en ese punto quedó de ese modo desplazado del debate inequidades
propias del impuesto que benefician a los trabajadores-ejecutivos de
altos ingresos, por ejemplo que la alícuota máxima sea del 35 por ciento
cuando en otros países es del 42 al 47 por ciento.
Otra resistencia a reformas del sistema impositivo es la que en
forma permanente ejerce el sector financiero y las grandes empresas
contra cualquier forma de progresividad tributaria. Por caso, ante el
esbozo de aplicar Ganancias a la renta financiera asustan sobre una
eventual fuga de depósitos y el posterior desequilibrio que provocaría
en el sistema bancario.
Todos los sectores tienen la misma estrategia para manifestar la
oposición a cambios impositivos que los involucra: deslegitimar al
Estado. Invierten el orden de la secuencia de la acción. Pagar impuestos
no les correspondería en la medida en que se les exige porque no
reciben a cambio buenos servicios del Estado. Consideran que el gasto
público es ineficiente o evalúan que otros gozan de privilegios
impositivos que ellos no tienen. Sin embargo, para tener derechos,
primero hay que cumplir con obligaciones, en este caso impositivas en
función a la capacidad contributiva. Así se desarrollaron los contratos
sociales de las sociedades modernas. El Estado, a su vez, obtiene la
relegitimación para el cobro de impuestos mediante la utilización
eficiente de la recaudación tributaria, con criterio de beneficio social
redistribuyendo ingresos. En caso de no ser así, los sectores sociales
están en condiciones de exigir con legitimidad si pagan impuestos.
Cuando no se cumple ese contrato se produce una “anomalía fiscal”,
característica de la economía argentina, como describe el tributarista
Jorge Gaggero.
Esa situación no es fácil de modificar con una clase media que paga
pocos impuestos y una alta que lo hace en menor proporción que lo que
debiera, además de ser especialistas en la elusión tributaria, y reciben
pocos servicios públicos, lo que significa que queda bajo
cuestionamiento el contrato social. El intento de reconstruirlo genera
tensiones en la sociedad, más aún cuando arrastra décadas de desigualdad
y desestructuración del Estado.
El impuesto a los ingresos de las personas recauda muy poco en
relación al total. Economista del Plan Fénix y destacado tributarista,
Salvador Treber explica que “tenemos puesto el poncho al revés”. Indica
que, en casi todos los países de medios y altos ingresos, del 65 al 80
por ciento de la recaudación de Ganancias proviene de las personas
físicas y el resto de las sociedades. Ilustra que en Estados Unidos las
personas físicas aportan el 81,6 por ciento y las empresas el 18,4 por
ciento restante de la recaudación por Ganancias. La relevancia de ese
comportamiento es que los ingresos de los primeros pueden ser
redistributivos, mientras que los de los segundos son perfectamente
precalculables, entonces el empresario los incorpora a sus costos. “Así
el efecto es semejante al de un impuesto al consumidor”, afirma Treber.
Precisa que en Argentina, el 79,3 por ciento de Ganancias se recauda en
cabeza de las sociedades, y un 20,7 por ciento en las personas.
En esa misma línea, Jorge Gaggero escribió en el documento “La
progresividad tributaria”, publicado por el Cefid-Ar, que existe un
débil Impuesto a las Ganancias aplicado “en gran medida a las empresas,
con un impacto muy limitado sobre las personas, sin incidencia
significativa sobre los más ricos”. Gaggero señala que esto ocurre por
dos razones: por una parte, la alícuota marginal máxima del impuesto es
baja (35 por ciento, igual a la alícuota general que tributan las
empresas) y, por la otra, las bases de tributación son muy estrechas
para las personas, al gravarse casi exclusivamente el trabajo personal,
con débil progresividad.
Esta situación del Impuesto a las Ganancias convive con varias
inequidades tributarias. Un IVA de altísima alícuota sin excepciones o
sin una tasa reducida para los pobres, en alimentos básicos y
vestimenta, como es usual en los países avanzados. No están gravadas las
ganancias de capital que obtienen las personas físicas, un privilegio
fiscal que constituye uno de los aspectos más regresivos del sistema
impositivo. Tampoco está alcanzada la renta financiera, entre otras
inequidades.
¿Por qué no se avanza entonces en una reforma tributaria de carácter progresivo?
Ni este gobierno ni los anteriores plantearon ese objetivo como
prioritario. Treber esboza cuatro hipótesis para explicar ese
desinterés. La primera es que cuando la recaudación sube no se considera
necesario “aunque sería posible realizar cambios sin disminuir los
ingresos”, afirma. Una segunda, “que no sepan cómo hacerla o que no
cuenten con los especialistas ni los métodos para llevarla adelante”,
especula. Agrega que la planificación de una reforma debe ser
independiente de la AFIP, y debe estar a cargo de expertos y no de
recaudadores, porque éstos tienden a proponer modificaciones sólo para
facilitar la recaudación, que no es lo más importante desde la
perspectiva de la política tributaria. La tercera es que “están de
acuerdo con la estructura actual”. Treber ofrece una cuarta posibilidad:
las limitaciones que tienen los gobiernos para afectar a sectores de
poder. O sea, las restricciones que se terminan imponiendo a la voluntad
política de gobiernos, ya sea con la resistencia a las retenciones
móviles, a gravar la renta financiera o al impuesto a los ingresos de
trabajadores de salarios medios y altos. De ese modo se va limitando la
capacidad de alterar la anomalía del contrato social.
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