Hugo Chávez fue sin dudas alguien
que supo interpretar la condición contemporánea y leer como nadie las señales
de la época. Se situó en el punto exacto desde donde pudo descorrer el
horizonte y desocultar la realidad de este tiempo, pero principalmente vino a
desdecir la creencia de que en el mundo ya no era posible el surgimiento de
líderes políticos y que los gobernantes, sin posibilidad de acción para
transformar las cosas, debían quedar reducidos a meros administradores o
gestores de los negocios e inversiones, tal como si un mecanismo impersonal y
autónomo se hubiera puesto en movimiento prescindiendo de las voluntades y de
las decisiones humanas.
Apareció Chávez en escena cuando
nadie esperaba un Chávez y había sido decretada la impotencia del discurso
político. El relato imperante mandaba dejar la suerte de todos en manos del
nuevo dios omnipotente sobre la tierra: el mercado, pretendidamente el único
discurso amo contemporáneo, en un final de siglo donde los grandes Bancos se
constituyeron en los nuevos templos desde donde se irradiaba el credo, la fe en
que la sabiduría del mercado iba a ser capaz de poner las cosas en su justo
sitio y dar a cada cual lo que en función de sus méritos se merecía.
Nadie podía osar inmiscuirse o
importunar los sagrados dictados del neoliberalismo sin ser acusado de atentar
contra las libertades individuales y la vida democrática, nadie podía querer
restituir el valor de la política y las funciones del Estado sin ser catalogado
ipso facto de dictador y autoritario. En nombre de la libertad se intentaba
legitimar la pérdida más absoluta de las libertades. La “libertad” fue
concebida por las corporaciones neoliberales como la libertad para esclavizar a
los otros, saquearlos, someterlos, invadirlos, endeudarlos, empobrecerlos,
excluirlos y despojarlos inclusive de toda libertad posible.
Ese credo, esa creencia, el
neoliberalismo, tuvo y aún tiene a la democracia como a una máxima universal,
reducida a lo puramente formal, vaciada de todo contenido, una cáscara, un mero significante utilizado como
un “comodín” que se saca de la manga a la hora de legitimar los saqueos y las
apropiaciones, el Verbo en nombre del cual se persigue y somete a los “impíos”
y “herejes”.
Los economistas liberales, los
yuppies, los “políticos” a sueldo de las corporaciones, los socios locales de
los negociados, fueron los predicadores del dogma, los profetas anunciadores de
los nuevos tiempos. Un nuevo fatalismo se erigía sobre la faz de la tierra,
donde ya no era posible la intervención humana para torcer el rumbo de las
cosas. Quisieron hacernos creer que la suerte de todos, la vida y la muerte, el
destino sobre el planeta, dependían más de un cimbronazo en Tokio o de la
explosión de un petardo en México, que de la intervención de los gobiernos o
las decisiones de los ciudadanos. La suerte estaba echada. Por otro lado, y
contradictoriamente, a nivel de lo individual, se pregonaba falsamente la
libertad sin condicionamientos. Por un lado se decía que no se podía intervenir
en el acontecer del mundo y, por otro, se afirmaba que de la competitividad y
de las iniciativas individuales dependía el destino particular de cada cual. El
nuevo fatalismo fue en realidad la argucia para liberar de cargo y culpa a los
dueños del universo. Todo cataclismo, todo empobrecimiento, toda exclusión
social no eran ya, para el “Credo”, responsabilidad de los grupos concentrados
de la economía, sino sólo efectos del ejercicio de la voluntad suprema del
impersonal dios del mercado. De este modo la desresponsabilización y la
desculpabilización se instalaron sobre la tierra.
Pero vino Hugo Chávez a
interpelar y complicar la creencia de los monjes paganos, a desarmar el “mito
fundador” de la ideología de mercado, a mostrar que no era cierto todo eso del
nuevo fatalismo, a decirles a las multitudes populares que era irreal aquello
que les mostraban en la pantalla imaginaria de la época, que los monstruos
amenazantes de la aldea no constituían más que un puro invento para mantener la
injusticia global y los privilegios de unos pocos.
Chávez vino inclusive, sin ser un
filósofo, a dar por tierra con cierta filosofía que había pretendido
interpretar apresuradamente las condiciones de la época. Pensadores como Francis
Fukuyama, Toni Negri, Jean Baudrillard y otros, habían otorgado la
justificación al Credo neoliberal y oficiado de algún modo de garantes
filosóficos del quizá más grande de los engaños de la historia humana. Frases
como “el fin de la historia”, “la muerte de las ideologías”, “el fin del
sujeto”, “el fin de los relatos”, “el mundo hoy se cambia a sí mismo”, etc.,
acudieron en auxilio del nuevo dogma, la creencia de que al hombre actual sólo
le quedaba contemplar la realidad como antaño el hombre de Naerdhental
observaba las tormentas y cataclismos, es decir, sin poder entenderla ni actuar
sobre ella, de modo tal que ningún país, ningún pueblo, iba a poder ser
artífice de su destino.
Pero arribó Hugo Chávez a tiempo
para rebatir la sentencia, a decir que aún se podía reinstalar la Política en
el sentido más alto, que se podían reestablecer las funciones del Estado por
encima de las vivezas y falacias de las grandes mafias mundiales de la economía
y que no era verdad que ya no quedaba margen de maniobra para luchar contra las
desigualdades. En definitiva, vino presuroso a avisarnos que no había “segunda
naturaleza”. Y entonces, los templarios del nuevo absolutismo, con sus cruces y
espadas comunicacionales, quisieron, como a las “brujas” de Avignon, quemarlo
vivo en la hoguera por haber osado interpelar al nuevo “supremo” de este tiempo
y desmitificar su imperativo.
Hugo Chávez vino, entre tantas
cosas, a recuperar la pasión y el heroísmo en la Política, y al igual que Evita
y el Che, a entregar la vida por las causas populares, pero en una época en la
que si algo estaba ausente eran la pasión y el heroísmo. Y más allá de la gran
obra que realizó en beneficio del pueblo venezolano y de Latinoamérica, más
allá de haber despertado la conciencia de la región y el orgullo de una
pertenencia continental, su ejemplo y su enseñanza adquieren hoy una verdadera
dimensión universal. Hugo Chávez apareció en el momento justo para develar una
clave y revelar el secreto, para desocultar la realidad y denunciar el simulacro,
la puesta en escena de la más formidable apropiación del planeta, para
demostrar en los hechos que era mentira que ya nada podía hacerse. Quizá el
mundo ya no sea exactamente igual que antes, después de la feliz “herejía” de
Chávez.
(texto publicado hoy en Diario Punto Uno)
por Antonio Gutierrez
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