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martes, 2 de noviembre de 2010

Un hombre, un proyecto, una mujer. Por Claudia Bernazza


Un hombre, un proyecto, una mujer

Por Claudia Bernazza.

Un hombre

Los grandes trazos de un proyecto se hacen visibles como palabras, relatos, imágenes, mientras se concretan como leyes, decretos, acciones y costumbres.

Pero esa visibilidad no es tan lineal. Por eso nuestro proyecto no terminaba de convertirse en conciencia popular, esa conciencia que alcanza a ver lo que sucede a pesar de las imperfecciones del alfarero.

Estábamos preocupados por nuestra incapacidad de transmitirlo, por la inteligencia de quienes lo ocultaban detrás de la palabra impresa, a la que los pueblos le tienen un respeto reverencial (porque los pueblos tienen palabra, y por eso imaginan que todos la tienen).

Por eso un hombre aceleró las revelaciones. Con su gesto final, resolvió el dilema, y una conciencia colectiva fraguada en lo irreparable reconoció la belleza de lo imperfecto.

Ya nunca más le pedirá conductas angelicales a la política. Le respetará su profunda, intensa humanidad, y le exigirá, finalmente, aquello que le es propio: la expresión de un proyecto que abarque y sintetice los sueños de un pueblo.

Un proyecto

Nos dirán que las emociones de estos días se extinguirán con el tiempo. Que regresarán la cordura y la razón.

Los institucionalistas descalifican las pasiones. Según ellos, las instituciones no necesitan de entusiasmos. “Políticas públicas”, dicen. “Políticas de Estado”, insisten, en contraposición con todo lo que huela a gritos, tensiones y problemas.

Alguno podrá creerse esta historia oficial de las instituciones, pero en la mayoría de los casos se utiliza para que nada cambie, para que la política sea sólo la defensa del orden instituido por los vencedores. Las instituciones no son prístinas, ni inmutables, ni sagradas. Menos que menos ingenuas. En ningún caso neutras.

Ni la familia, tal como la concebimos desde imaginarios un poco ramplones, ni la propiedad privada, ni los contratos, ni el comercio, ni las formas como trabajamos o nos educamos, son naturales. Como el Estado y sus poderes, todo lo instituido fue parido por la historia. Hombres y mujeres imaginando y realizando el mundo. Por esta sencilla razón, cuando se defienden las instituciones tal como se presentan, se defiende un orden económico y social particular.

Claro que en América latina esa defensa se complica. Frente a la exclusión y la injusticia, frente a recursos generosos a los que acceden muy pocos, las instituciones que conocemos se quedan sin respuestas. Por eso se balbucea que “pobres hubo siempre” o el más moralista “acá no trabaja el que no quiere”. Algo así como las instituciones están, el problema es la sociedad que no las sabe aprovechar.

Estos diques no resisten demasiado. Las preguntas regresan, una y otra vez: ¿es justo este orden? ¿por qué es así y no de otra manera? Y allí vamos, con nuestra pasión y nuestras ganas, a ponerle el cuerpo, torpemente, al mundo que imaginamos. Y nacemos como proyecto político.

De emociones, de anhelos, de ganas voraces de transformar la realidad en la que vivimos. De eso está hecho un proyecto político. Y de amigos, de compañeros de vida, de personas a las que amamos, que son referencias concretas de ese proyecto. Pasiones, personas y afectos están en la base de los proyectos, que están en la base de las instituciones.

El Estado, la nave insignia, es la playa donde desembarcar. Porque desde el Estado, un proyecto modifica o crea instituciones, corrigiendo derrotas.

Por eso el Estado y su administración se vuelven apasionantes cuando responden a un proyecto claro en referencias y destinatarios. Un proyecto define patrias y señala futuros. Un proyecto embellece organigramas y procesos, ilumina la rutina y lo cotidiano. Un proyecto ahuyenta desidias y convoca equipos.

Puesto a andar, un proyecto de raíz nacional descree de la constante apelación a los países serios o a los saberes técnicos, porque no reconoce nada más serio que ser argentino y latinoamericano, ni nada más noble que ser militante de una causa, a la que los saberes profesionales deben servir. Sospecha, además, que detrás de esas apelaciones está agazapado otro proyecto, una propuesta que no se sincera, que espera el tiempo de la derrota popular.

Y si bien resulta evidente, habrá que decirlo: un proyecto de raíz popular, que se sabe en deuda desde hace cinco siglos, no se conforma con las instituciones heredadas.

Este es el problema que tienen con nosotros. Nuestro proyecto interpela el orden instituido. Lo saben, por eso el institucionalismo les viene como anillo al dedo para que lo que decimos suene a violencia, a inseguridad, a autoritarismo.

Pero en una plaza de octubre –siempre es en octubre-, esta apuesta encontró su límite.

Una mujer

En algunos tramos del camino, la política, en su intensa humanidad, se vuelve bellísima.

Y nos regala páginas que parecen escritas en el cielo. Sino cómo explicar la sensación que nos invade de ángeles cuchicheando sobre nuestras cabezas cuando el líder deja al mando a una mujer que es piedra angular del proyecto.

Cuando la tregua mediática termine, cuando los compañeros se pongan nerviosos, cuando los agoreros del odio apelen a nuestra ancestral misoginia, cuando los dueños de la torta vuelvan a sus rutinas de opulencia, recordemos este momento único de la política.

Cristina, la mejor de nosotros, es el alma mater y la voz.

En este escenario que nos preparó la historia, la tibieza y los remilgos, o la exigencia airada de perfección divina, son una pobre opción.

La Plata, noviembre de 2010.



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