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sábado, 21 de noviembre de 2009

La Vuelta de José Hernández

Por Marcelo Sánchez Sorondo

El trayecto político de José Hernández se despliega en la segunda mitad del siglo XIX, en torno a la bisagra histórica del federalismo democrático, por lo que obtiene su madurez con el advenimiento del Estado moderno en 1880.

Hernández, que había participado en la última montonera junto a Ricardo López Jordán, participará del primer roquismo —partiendo del autonomismo alsinista— y será el gran defensor parlamentario de la federalización de Buenos Aires.

En las dos partes del Martín Fierro está cifrado este cambio de época y de modalidad en las luchas del criollaje, precipitado por la destrucción de sus formas de subsistencia por parte del mitrismo porteño. Holocausto gaucho del cual el poema hernandiano es inapelable metáfora.

El siguiente texto es parte de un breve ensayo ("Martín Fierro y la Generación del 80") publicado por el escritor Marcelo Sánchez Sorondo en la revista Todo es historia de octubre de 1981. Como en el resto de su obra, el inasible nacionalista reitera en estos fragmentos su inagotable capacidad para eludir los lugares comunes. José Hernández y la vida de José Hernández están detrás de su poema. No existe en otros casos una relación tan marcada, tan nítida, entre la zaga humana del autor y el desarrollo parabólico de su obra. Pero tampoco hay ejemplo de una absorción semejante de la personalidad de aquél en virtud de la trascendencia adquirida por ésta. Hernández quedó, pues, literalmente atrapado por la fama de Fierro con la cual consiguió rehacer su personalidad política. Por eso, no es posible despojar a Fierro de las significaciones que descubre la odisea de Hernández. Y por eso, también, no puede dejar de leerse, como en un palimpsesto, esa versión escondida bajo el texto del libro que sugiere la vida de José Hernández. Hay en esta vida dos estadios que se ajustan conceptualmente con las dos fases del poema separadas por la torva bacanal indígena cuyo asunto constituye el término —la última Thule— de La Ida aunque literalmente se inserte como introducción en La Vuelta. El primero de esos estadios hernandianos comienza con el eco de los estampidos de Caseros y después de insistentes avatares termina con la presidencia de Avellaneda. Todo esto en la traslación política de La Ida aparece transfigurado por simbolismos paralelos. El gaucho Martín Fierro se publica en el intervalo que media entre los contrastes iniciales de López Jordán, cuando Hernández ya había sido arrollado con él en Ñaembé aunque faltaba todavía que pusieran a precio su cabeza junto a la del último caudillo. La segunda etapa de la vida de Hernández se desenvuelve a partir de su reinstalación definitiva en Buenos Aires. Al retorno del último exilio en Montevideo, queda atrás el periplo andariego que lo alojó en Paraná, Corrientes y Rosario. Para Hernández, que fuera de Buenos Aires, no encontró su senda, ha llegado el momento de entenderse con Adolfo Alsina cuyo partido le ofrece, si no la reconciliación explícita, al menos la apertura a la concordia. Es el tiempo de La Vuelta, de la sabia recordación, abundante en consejos. Hernández llega de lejos porque —la frase es de Julio Costa— viene de la adversidad. Ha cumplido treinta años y perseguido, desde sus mocedades, ese país que se va. Años de intransigencia en el sí sí, no no de los fines y de pobreza franciscana en los medios. El torneo, como ciertos desafíos, ha sido desigual, mas el campeón, que tiene la fuerza de un hércules de feria, conservará intactas sus reservas. En realidad, durante esa fiesta brava, que terminó con un doble ostracismo, el político se conserva indemne, en latencia virtual, al verse insensiblemente desplazado por el hombre de acción. El triunfo de Avellaneda palanqueado por Alsina y, sobre todo, la derrota de Mitre en el comicio y en el campo de batalla exoneran a Hernández del peso de sus antecedentes de personaje marginado y hasta facilitan su acceso a la carrera de los honores. En Abril de 1876, se incorpora al partido autonomista y no acompaña ya en su tercera y última salida a López Jordán; antes bien, en su meditación de conciencia ha resuelto abandonar definitivamente la estrategia del valor desesperado, del todo o nada cuya apuesta libera a los genios de la "suerte reculativa" —maravillosa expresión de Fierro— para reconciliarse, en cambio, con la política cómo arte de lo posible. No ha renunciado a sus convicciones ni alterado su tendencia; sólo que no querrá insistir en estrellarse contra la pared. El 3 de Marzo de 1879, se incorpora como diputado a la Legislatura porteña. Reelecto en el 80, ocupará al año siguiente una banca en el Senado provincial. Y será senador—el senador Martín Fierro— hasta su muerte, ocurrida el 21 de Octubre de 1886. (...) La repercusión del libro Martín Fierro —el libro— repechado por el eco y el oleaje de su acogida multitudinaria cuyo estruendo llegaba a los salones más discretos y atildados, vino a ratificar la existencia de una genuina y válida —para todos— literatura nacional. Había sido escrito a contramano de la marcha del país, a contramano de los refinamientos y sensibilidad en boga entre los corifeos de las tertulias políticas y literarias del 80. Frente a quienes prestaban su imaginación para mecerse al compás del progreso indefinido o para soñar en deliquios inefables con la última entrega del romanticismo europeo, Hernández enérgico y tozudo se planta con su Martín Fierro y ofrece una radiografía de la vida local. El asombro con que la Gran Aldea lo recibe no era debido a la circunstancia de que el protagonista fuese un gaucho, puesto que la literatura gauchesca había derramado ya mucha tinta. Era otro el motivo. sustancial: ese gaucho protagónico abandonaba el terreno de la fantasmagoría pintoresquista y ciertamente inofensiva en que hasta entonces lo situaron para avanzar con paso vivo sobre el aquí y ahora de nuestra realidad. Con la materia con la que otros compusieron entremeses folklóricos, variaciones de sainete, como un "divertissement" amable alrededor de un indolente cuadrito de costumbres, Hernández redacta un Yo acuso formidable cuya resonancia en el alma argentina perdurará siempre. En Fierro, en la persona de Fierro, Hernández encarna las cualidades de la patria vieja: su vigor ascético, su valor inmenso, soberano, de criatura primitiva, cercana a los, días de la creación. Fierro, el trashumante Fierro, que se había hecho matrero y se esfumaba en los caminos sin apostadero del Desierto, era ese mismo crisol de la raza criolla, esa misma patria que se desangraba perseguida por los agentes y las consignas de la llamada “civilización”. Así, pues, con tal diseño, impregnado de realismo al punto que el lector en semejante travesía intelectual compromete sus cinco sentidos, las figuras del poema adquieren una veracidad patética, que trasciende la anécdota costumbrista y adquiere, como lo vio (Leopoldo) Lugones, la orquestación de una epopeya. Fierro crece ante la posteridad y deviene el símbolo que arranca tenazmente del olvidó a la nación prístina donde cabalgaron en su guerra a muerte unitarios y federales.

Como no es literato sino trovador, como no tiene una joyería de palabras sino el secreto de la imagen, Hernández presenta directamente al pueblo su gran metáfora de la tierra madre lastimada en sus raíces y marcada a fuego, el sistema político que autorizo el genocidio de la plebe gaucha sin respetar el señorío natural de su índole ni el abolengo que le prestaba su condición de heredera de los soldados de la Independencia.



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