Por Aldo Ferrer
En el marco de una densidad nacional muy frágil y vulnerable tuvieron lugar, en la década del ’90, las políticas neoliberales que en la Argentina, más que en cualquier otro país de la América latina, se llevaron a cabo hasta sus últimas consecuencias. Por ejemplo, la Argentina fue el único de los países latinoamericanos que extranjerizó la empresa petrolera estatal. En un desenfreno de canje de deuda impagable por activos valiosos, simultáneamente se vendieron y, mayoritariamente, extranjerizaron, los principales sectores de la infraestructura de transportes, comunicaciones y energía.
Núcleos fundamentales de la economía y las principales empresas privadas pasaron al control de filiales de corporaciones trasnacionales. Al final del proceso, de las 500 mayores empresas no financieras, más de 300, con cerca del 90% del valor agregado, se convirtieron en filiales. El régimen de convertibilidad con tipo de cambio fijo convirtió al Banco Central en una Caja de Conversión, de pesos en dólares, perdiendo el control de la política monetaria. Toda la política económica quedó subordinada a los movimientos de capitales especulativos.
La privatización del sistema jubilatorio colocó la principal fuente de formación del ahorro interno al servicio de rentas de los intermediarios, la especulación financiera y la salida de capitales. Los desarrollos tecnológicos de vanguardia en energía nuclear, industria aeronáutica y misilística para fines pacíficos, fueron paralizados, vendidos o simplemente desmantelados, como sucedió con el proyecto misilístico Cóndor, de Falda del Carmen. El impulso privatista y extranjerizador prácticamente no dejó nada importante por vender.
Lo que no se vendió, como las plantas nucleares, no lo fue porque no hubo interesados. Al mismo tiempo, la política económica se ataba de pies y manos bajo el régimen de la convertibilidad. Finalmente, la apreciación del peso destruyó la competitividad de buena parte de la producción de bienes transables.
Esta estrategia deterioró el tejido de pequeñas y medianas empresas, particularmente en los grandes centros urbanos y en las actividades productoras de bienes transables.
Consecuentemente, aumentó la concentración de la producción en pocas firmas, mayoritariamente extranjeras. Se desarticularon las cadenas de valor en las actividades de mayor densidad tecnológica, en donde eran protagonistas muchas pymes.
Desaparecieron en el sector privado actividades de investigación y desarrollo, innovación y adaptación de tecnología. Con la venta de YPF, se desmanteló el acervo tecnológico acumulado en la empresa, exactamente al contrario de la experiencia de Petrobras que se convirtió en titular de tecnologías de punta, sobre todo en la producción offshore. Lo mismo sucedió con la extranjerización de la fábrica de aviones de Córdoba, mientras Brasil ponía en marcha el desarrollo de Embraer, actualmente la tercera productora de aeronaves del mundo.
Los astilleros y la industria naval, incluyendo la de embarcaciones deportivas, sufrieron la misma suerte. Fue un ataque sistemático al sistema nacional de ciencia y tecnología consistente con el mandato de que “los científicos fueran a lavar platos”. El sector agropecuario soportó mejor porque comenzaba una fuerte expansión de la demanda mundial y tenía lugar, en el sector, una revolución tecnológica. Sin embargo, su posición financiera estaba seriamente comprometida al final del período.
En la infraestructura, se desmanteló el sistema ferroviario, en una época en la cual el ferrocarril era revalorizado en el mundo como un eficiente medio de transporte. En cambio, se dio impulso, bajo el régimen de peajes, a un desarrollo considerable de la red de autopistas y carreteras. Lo mismo sucedió con el desarrollo de aeropuertos. La extranjerización de Aerolíneas Argentinas implicó la venta de una empresa estatal, razonablemente eficiente y competitiva, para convertirla en un objeto más de la especulación y el saqueo de activos públicos.
De las privatizaciones, sólo soportaron el test de la eficiencia, las ligadas a los sectores, como el de las telecomunicaciones,?de acelerado cambio tecnológico, en los cuales la revolución tecnológica fue de tal magnitud que hace incomparable la performance de las empresas bajo conducción pública antes de la privatización y la privada, después de la misma. En otros países, como Uruguay, el mantenimiento del sistema de comunicaciones en manos del Estado tuvo logros mayores de eficiencia y costos que los alcanzados en la Argentina después de la extranjerización.
En los sectores de tecnología estabilizada, como transporte aéreo y ferroviario, aguas potables y otros, las privatizaciones fracasaron casi sin excepciones. En resumen, el Estado y sus empresas (que debían ser reformados, con un espacio importante para la presencia privada, en condiciones de eficiencia y transparencia), fueron puestos al servicio de la especulación y el saqueo del patrimonio público.
El período de euforia del Plan de Convertibilidad, sostenido por el crédito internacional y los ingresos derivados de las privatizaciones, permitió una considerable recuperación de la actividad económica respecto del deprimido nivel de la crisis de 1989/1990, pero al final de la década del gobierno de Menem, en 1999, el PBI per cápita estaba prácticamente al mismo nivel de veinte años antes. El sistema acumuló crecientes desequilibrios fiscales y?de balance de pagos, en un escenario de aumento constante de la deuda externa.
En la década del ’90, la cuenta corriente del balance de pagos acumuló un déficit superior a u$s70.000 millones y la deuda externa aumentó otro tanto. Los ingresos derivados de las privatizaciones del petróleo, las telecomunicaciones y, prácticamente, la totalidad de la infraestructura de servicios públicos, no alcanzaron para compensar los desequilibrios provocados por la apreciación cambiaria y el conjunto de la estrategia neoliberal.
La estabilidad de precios se sostuvo sobre la base efímera de nueva deuda y la destrucción de capacidad competitiva. Los momentos de incertidumbre en la economía mundial provocaron la fuga masiva de capitales, como sucedió con la llamada crisis del tequila y, más tarde, la de varios países asiáticos. El sistema se sostenía sobre la base del respaldo del FMI y el acceso al crédito internacional. Cuando los desequilibrios fueron tales, que la insolvencia y el default eran inminentes, el sistema se aproximaba al colapso, lo cual sucedió bajo del gobierno de la Alianza.
La política exterior fue consistente con la estrategia del “realismo periférico”, vale decir, la adhesión incondicional al centro hegemónico, para ser depositario de su confianza y destinatario de los créditos e inversiones de los centros de poder internacional. Las “relaciones carnales” con los Estados Unidos fueron una forma muy gráfica de caracterizar una política cuyo objetivo estaba reducido a “transmitir señales amistosas a los mercados”. El compromiso llegó al extremo de involucrarse en el conflicto del Oriente Medio, contrariamente a la prudente tradición de la mejor política exterior argentina, de no entrometerse en los conflictos de las grandes potencias. Las consecuencias de semejante actitud probablemente incluyen que, poco más tarde, la Argentina fuera escenario de ataques terroristas contra la comunidad judía.
Una economía en crisis, sin acceso al crédito internacional, las reglas del juego de la convertibilidad agotadas y una política exterior golpeada por la imprudencia, fue la herencia que recibió el gobierno de la Alianza. La sociedad buscó una alternativa a la estrategia del gobierno Menem pero, en definitiva, se limitó a intentar administrar mejor la misma política, sin cambiar las reglas del juego, incluyendo la convertibilidad y el uno a uno.
La crisis de confianza impulsó la salida masiva de capitales, generó brotes de violencia, provocó la renuncia del presidente a fines del 2001 y culminó en un desorden sin precedentes. El país volvía a pagar un alto precio por la fragilidad y vulnerabilidad de su densidad nacional.
La estrategia neoliberal se instaló con el golpe de Estado de 1976 y predominó hasta la extraordinaria crisis del 2001/2002. Ese cuarto de siglo fue el peor de la historia económica argentina. El PBI per cápita disminuyó en 10% entre un extremo y otro. El deterioro social quedó reflejado en el desempleo del 24% de la fuerza de trabajo, un empleo informal de más del 50% de la ocupación y proporciones sin precedentes de pobreza, indigencia y concentración del ingreso. Como veremos en la próxima nota, el desorden de la macroeconomía fue también extraordinario.
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